Aquella vaca no era azul. Tampoco tenía que anunciar tabletas de chocolate, pero estaba loca. Seguro que la recordáis, dando saltos y cabeceando, cayendo desarbolada al suelo. De esto hace unos 25 años y la enfermedad de las vacas locas trajo de cabeza a Europa durante más de dos años.
Cientos de miles de animales de granja fueron sacrificados tras detectarse en algunos de ellos que eran portadores de unas proteínas, llamadas priones, que nos trasladaban la enfermedad al consumir su carne.
El foco original se encontró en Gran Bretaña, el test para detectar los priones se desarrolló con urgencia. La ciencia nos salvó de la locura y un premio Nobel fue concedido en relación con toda la trama. El test para detectar la enfermedad en los animales se hizo obligatorio en toda la Unión Europea. La Universidad de Oxford puso sus ordenadores a trabajar y estimó en una cifra comprendida entre 80.000 y 1.500.000, el número de personas que morirían en los próximos años por el consumo de esa carne contaminada.

Fue el descubrimiento de que no menos de 180.000 canales de vacuno habían sido comercializadas y en ellas se había detectado previamente la presencia de los priones, es decir, habían dado positivas al test, lo que sembró la duda en todo este relato trágico. Especialmente trágico para los animales. La no correlación entre el número de personas muertas y la gran cantidad de carne contaminada comercializada rompió la aparente causalidad mortífera. En el año 2000, la Universidad de Oxford reconoció que se había equivocado en sus cálculos. La predicción de muertos esperables se redujo a una cantidad comprendida entre las 60 y las 600 personas… en los siguientes cuarenta años. La norma que hacía obligatorios los test para detectar la enfermedad fue derogada , pero sin el bombo y platillo que había acompañado a su promulgación.
En toda Gran Bretaña y hasta el año 2016 habían muerto 177 personas con los síntomas que se asociaron con la enfermedad de las vacas locas. Sí hubo y seguirán habiendo, sin embargo, muertes con esos síntomas, pero ahora asociados con la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. La que en su día se asoció con el consumo de la carne contaminada. Esta enfermedad se da en la población de una forma aleatoria y en una proporción de un caso al año entre un millón de habitantes. No se sabe a ciencia cierta porqué se ocasiona. Los expertos se equivocaron.

Año 2010. Las incineradoras en Europa echan humo. Es lo suyo. En Magdeburgo (Alemania) se afanan en quemar cincuenta millones de dosis de la vacuna contra la llamada gripe A (H1N1). En España se destruirán unos diez millones de dosis. Todos los gobiernos las compraron y las pagaron. Algunas compañías farmacéuticas vieron en esa hiperanunciada y publicitada gripe su verdadero El Dorado. Con la inestimable ayuda de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Porque entonces también la OMS decretó la alerta mundial por pandemia. No les resultó tan fácil como en este año 2020 con el coronavirus. Hasta el 10 de mayo del 2009 la definición de pandemia de la OMS se aplicaba a enfermedades muy contagiosas y que cursaban con síntomas graves. No se ajustaba a la escasa gravedad de la gripe A. Los expertos decidieron hacer uso de su varita mágica y se sacaron de la chistera una nueva definición de pandemia: ahora la enfermedad podía cursar con unos síntomas graves o leves. Estimulante coletilla que se mantiene hasta hoy. Con ella se ha decretado la pandemia del coronavirus.
Mal pensado sea quien aventure detrás interés alguno de la industria farmacéutica mundial, al ser esta una de las principales donantes de la misma OMS. Aquí nos movemos en el noble y puro campo de la filantropía. En él seguimos porque el coronavirus y el acelerado desarrollo de innumerables vacunas contra el SARS-COV-2 ha llevado a la farmaindustria a pedir a la Agencia Europea del Medicamento (EMA) que los Estados miembros de la Unión Europea asuman los posibles efectos secundarios de la aplicación gozosa de la salvadora vacuna en una población agradecida que ya hace colas oníricas frente a los hospitales en el mejor de sus sueños posibles.

La farmaindustria quiere lavarse las manos. Con gel hidroalcohólico de la casa, por supuesto. La filantropía tiene sus límites y el riesgo que asumen los inversores en estas empresas, también. En la nueva normalidad, el capital seguirá amasando las ganancias y los Estados se harán cargo de las posibles pérdidas. Es decir, nosotros las asumiremos, los agradecidos vacunados. La llamada derecha aprueba la impecable lógica, la vaporosa izquierda pregunta dónde hay que firmar para asumir esa nueva carga.
En realidad no es nueva esta simpática ocurrencia de la farmaindustria. En la sociedad capitalista ejemplar, en los EEUU, la ley que exime de responsabilidad a la farmaindustria por los efectos secundarios de sus vacunas está en vigor desde 1986 (era Reagan). Ratificada por el Tribunal supremo en 2011. Hasta le fecha el coste para el contribuyente ha sido de unos 1.800 millones de dólares. Sin coronavirus.

Pueden ir ustedes haciendo cola para la vacuna, primera ventanilla a la izquierda. Pasen luego por caja y asuman, ya vacunados, el coste de las demandas derivadas de los sutiles efectos secundarios. El capitalismo de la nueva normalidad se lo agradecerá. La traca la pagarán ellos que para eso son filántropos y nos aman.
Carlos Feuerriegel