Se cumplen 100 años del natalicio de un hombre que encarnó en su ser las más altas virtudes del alpinismo: Lionel Terray.
Lionel Terray creció en una familia acomodada que esperaba de él lo propio de un muchacho de su clase y condición. Pero él sentía otras inclinaciones, poco apreciadas en el entorno burgués de la Francia de los años veinte, que le empujaban hacia una dirección muy diferente. Desastroso en la escuela, resultó en cambio un prodigioso deportista. Cuando se sentía ahogado por el tedio de los estudios, sus escapadas a esquiar eran lo único que restituía su ánimo. En ellas encontraba más que una liberación, el principio de una verdadera realización íntima. Su padre, en cambio, no recibía sino disgustos por un hijo que se perdía en futilidades peligrosas, sin perspectivas de un futuro profesional serio y decente. Como para Comici la espeleología, para Terray el esquí fue sólo un comienzo, un primer paso hacia un mundo a través del cual pudo desarrollar todo su potencial interior, su afán de superación, su acusada espiritualidad, su amor por la naturaleza, su pasión por la aventura y los grandes ideales de pureza, coraje, sencillez y belleza que marcaban su forma de entender la vida.
Cautivo del susurro de las montañas e incapaz de ignorar la llamada telúrica que palpitaba en su corazón, consiguió arrastrar —años más tarde— a su comprensiva esposa, una mujer intelectual acostumbrada a ambientes urbanos, a vivir del fruto de la tierra, cultivando las más agrestes laderas de los Alpes donde los últimos terrenos de los que el campesino puede esperar alguna recompensa, lindan con el comienzo del desierto vertical de hielo y roca, el templo de los valientes del que Terray se ordenó sacerdote.


A ese mundo ajeno al placer y a la comodidad, hostil a la vida misma, consagró todo su ser. Poseído de un heroico ardor alpino protagonizó grandes empresas e inigualables combates desafiando a las cumbres más inexpugnables del planeta, a menudo en lugares inhóspitos, que exigían muchas semanas previas de expedición y atravesar a pie vastas y abruptas regiones desconocidas para el hombre blanco.
Sin pretensión alguna de exponer su currículum, citaré tan sólo algunas de estas gestas legendarias que sobrepasaron en su momento los límites de lo que se consideraba una escalada extrema: la cuarta repetición de la Walker (1946), las primeras repeticiones de la Norte del Eiger (1947) y de la Cassin al Piz Badile (1948), la primera ascensión al Fitz Roy (1952) o la victoria sobre el Makalu (1955), uno de los catorce gigantes de ochomil metros, quinta montaña más alta del mundo, cuya cima Terray pisó, en compañía de su compañero Couzy, antes que ningún otro ser humano.

Junto a estas ascensiones, hubo otra de profunda significación histórica, a la cual quedó ligado su nombre: la victoria sobre el Annapurna (1950), el primero de los catorce ochomiles en ser coronado por el hombre. Aunque Terray no llegó a la cumbre, su participación fue decisiva para la victoria del equipo en el que se contaban algunos de los mejores alpinistas franceses del momento, como el ya mencionada Jean Couzy, el célebre guía Gaston Rébuffat, Marcel Ichac, Marcel Schatz, Jacques Oudot, Francis de Noyelle, el líder de la expedición Maurice Herzog y, por supuesto, Louis Lachenal, el compañero de cordada por excelencia de Terray, quien hace apenas una semana, desde un lugar más elevado del que alcanzó jamás en sus escaladas, celebraba también su centenario. Para comprender cuánto significaba Lachenal para Terray, ha de entenderse “compañero de cordada” en su acepción tradicional y romántica, no en la actual meramente deportiva. La cordada es un vínculo de una trascendencia excepcional, la comunión de dos almas que viven y luchan juntas, acariciando el filo de la vida, como dos camaradas de trinchera, por un mismo ideal.

El precio que cobró el Annapurna a quienes le infligieron su primera derrota no fue baladí. Herzog perdió por congelación todos los dedos de las manos. Lachenal, prodigioso escalador de roca, que tanto amaba danzar suspendido sobre el vacío sin sucumbir a la gravedad, quedó mutilado de ambos pies. Desde entonces fue como un delfín privado de las olas del océano, como un pájaro enjaulado, como un ángel al que le hubiesen arrancado las alas. Nunca volvió a ser el mismo hombre. Cuando se encaminó a la cima sabía que estaba comenzando a sufrir congelaciones. ¿Entregó Lachenal sus pies por una montaña, por un trofeo? No… Llegados a ese punto él no quería subir. No debe pagarse ese precio por una cima. Tampoco lo hizo por demostrar nada a la juventud francesa —como explicó tiempo después— en aquellos tiempos de chauvinismo competitivo en que las naciones alpinistas de Occidente se peleaban por clavar la bandera nacional sobre el primer ochomil. ¿Por qué continuó entonces?
«Yo hubiera descendido. Le pregunté a Maurice (Herzog) que haría en ese caso y me dijo que continuaría. Yo no tenía por qué juzgar sus razones, el alpinismo es algo demasiado personal. Pero creía que si Maurice proseguía solo, no regresaría. Es por él y solo por él por lo que yo no me di la vuelta. Esta ascensión a la cima del Annapurna no era un tema de prestigio nacional. Era un asunto de cordada«
Cuando concluyó la penosa lucha del equipo por regresar a la civilización, una fotografía muy simbólica acompañó la noticia en los periódicos de todo Occidente, que mostraba a Lionel Terray descendiendo del avión mientras porta en sus brazos al camarada herido, a su fiel hermano, a su amigo más querido, Louis Lachenal.

Aunque Herzog publicó después un libro sobre esta odisea, y redactó en otro volumen los apuntes que había dejado Lachenal tras su muerte cinco años después, Terray no pudo dejar de incluir un sobrecogedor relato de lo acaecido en el Annapurna en Los Conquistadores de lo Inútil, la obra en la que plasmó su recorrido vital y su particular filosofía del alpinismo; uno de los libros más leídos, reconocidos y venerados por los amantes de la montaña.
Más que una biografía alpina es un canto a la belleza, a la camaradería, al honor y a la valentía, un compendio de grandes proezas contempladas desde la sensibilidad fuera de lo común del autor, un hombre humilde que gozaba de la poesía de las cosas sencillas. Existe una edición actual de Los Conquistadores de lo Inútil en castellano, editada por la editorial Desnivel, que recomendamos fervientemente a todos nuestros lectores interesados.

Hogaño, que la decadencia amenaza la supremacía del espíritu en las cumbres, que la superficialidad, la vanidad, el espectáculo, la vulgaridad, el afán de notoriedad, el individualismo, el mercantilismo y otras tantas taras de la postmodernidad, desplazan a los excelsos valores del montañismo, el libro de Terray cobra una vital importancia como fuente de inspiración y regeneración.
Escribió Terray en el último párrafo de sus memorias, tras apercibirse de cómo sus fuerzas físicas y su osadía iban menguando con los años:
“Si en realidad no hay ninguna roca, ningún serac, ninguna grieta, que me esté esperando en algún lugar del mundo para detener mi carrera, llegará un día en el que, viejo y cansado, encontraré la paz entre los animales y las flores. El círculo quedará cerrado, y por fin seré el simple pastor que añoraba ser en mis sueños de niño.”
La Providencia no quiso concederle el ocaso vital que anhelaba al sellar su libro y, cuatro años después de ponerle punto final, escribió también las últimas líneas de su existencia mientras surcaba, con el entusiasmo de siempre, aquellos gélidos parajes que él llamaba hogar.

Den los hombres larga vida a su memoria y dé su memoria una generosa cosecha entre ellos, para que las montañas vuelvan a ser el reino del espíritu, un bastión del que descienda mañana, armada de pétreos principios forjados en lo más alto, una nueva juventud capaz de poner fin a la era obscura del materialismo.
Pablo Saez Pardo