“Al ser la educación el elemento que mejora el hábito y mente de los estudiantes, es imprescindible que esta se extienda para todos los ciudadanos y que se maneje por el control público y no privado. Los ciudadanos son parte del Estado y le deben obediencia; ningún ciudadano es dueño de sí mismo porque le debe la vida en común al propio Estado”.
Aristóteles
La Política. (Libro VIII: La educación de los jóvenes)
Es quizás esté el motivo por el que la escuela griega fue capaz de establecer las bases de la civilización que históricamente ha marcado el devenir de la humanidad, pues no solo respondieron a la necesidad orgánica del individuo, que por sí mismo ya precisa de una formación, sino que además supieron orientar esta hacia la prosperidad colectiva.
Desde entonces, nuestra civilización ha sido testigo de las diferentes sociedades que la han conformado. Indudablemente, unas con mayor trascendencia histórica que otras. ¿Por qué? A priori, sería lógico deducir que cada sociedad se da un tiempo determinado y son, por tanto, las propias condiciones materiales las que empujan al individuo a tomar parte, o no, en la historia.
No obstante, siguiendo el planteamiento aristotélico con el que comenzábamos esta disertación, quizás no son tanto los tiempos quienes construyen a sus hombres, sino al contrario. Quizás no es tanto el materialismo histórico, sino el biológico, lo que define la actuación del individuo. Y quizás, solo quizás, por esa regla estemos subestimando el poder de la educación para crear ciudadanos capaces de cambiar el rumbo de la historia por sí mismos.

Era el propio filósofo quien señalaba como una responsabilidad ineludible, por parte del Estado, abordar todos aquellos servicios estratégicos con los que dirigir la formación ciudadana hacia el rumbo requerido por la comunidad en cada momento. Así como era tarea de la escuela privada, que él comprendía en el hogar, complementar esa formación con los valores y costumbres propias de cada familia.
Comparando esta concepción de Estado con la actual, es inevitable que surjan las siguientes preguntas:
- ¿Cómo se debería catalogar a aquel gobierno incapaz de orientar el sector educativo en pro del futuro de su comunidad?
- ¿Es casualidad que, además de haber devaluado de este modo la educación pública, el ritmo de vida “progresista” que se nos impone, elimine toda posibilidad de educación privada en el sentido aristotélico?
- ¿Resultaría descabellado, por lo tanto, interpretar la inoperancia del sistema actual como una estrategia deliberada para destruir las esperanzas de prosperidad de nuestra civilización?
Ya es tarea del lector responder honestamente a las preguntas y descubrir quien hizo rodar, por primera vez, una bola de nieve que hoy ya rueda sola.
Pero por si todavía quedasen dudas, invitamos desde aquí a la revisión del contenido de cualquier libro de texto de Educación Secundaria. Tras este ejercicio, observarán cómo, desde áreas estratégicas para la creación de la propia concepción del mundo, como son la filosofía y la historia, no solo se obvian capítulos imprescindibles, sino que aquellos que por decreto han de ser incluidos, lo hacen de un modo insustancial, superfluo.
¿Qué explicación tiene, por tanto, la vehemencia con la que algunos jóvenes se aferran durante esta edad a las corrientes de pensamiento prediseñadas por el sistema? ¿Por qué, casualmente, todas estas supuestas luchas presentan un carácter individualista y disruptivo para con la sociedad? Si particularizamos, por ejemplo, en el fenómeno feminista, nos daremos cuenta de que juegan a su antojo con la sustancialidad de sus doctrinas. Son plenamente conscientes de que esta es la etapa en la que la naturaleza de los alumnos, que también ciudadanos, se presupone más sensible al ejemplo, a la imitación y es en función de ello como deciden para que causas sí y para que causas no puede resultar útil despertar la conciencia crítica del individuo.

Parémonos ahora a realizar el ejercicio contrario: que sucedería si, hipotéticamente, se hablase con rotundidad a ese joven de edad temprana de la fe ciega que movía a los combatientes en la batalla de Empel o del sentido de dignidad que impulsó a los sublevados del del 2 de mayo. Acontecimientos de esta índole, no solo le proporcionarían un sentido de orgullo identitario, útil para con la comunidad, sino que, a nivel personal, contribuirían a la interiorización aquellos valores que ya predicaba la escuela griega hace más de 2500 años.
¡No queremos voluntades adeptas, sino corazones apasionados!
Sirvan estas reflexiones para despertar de su letargo al joven dormido, para orientar en su camino al espíritu revolucionario y para reafirmar en sus convicciones a quienes, hechos a sí mismos, se mantienen fieles al ideal.
Alberto B.