La festividad de la Noche de Difuntos, el Samaín celta, el Halloween (contracción inglesa de All Hallows evening, es decir, de la denominación cristiana: noche o víspera de Todos los Santos), como cualquier otra celebración tradicional, está cargada de símbolos y ritos que expresan aspectos sustanciales de la concepción de la vida y del mundo del pueblo que la celebra.
Es absurdo oponerse a Halloween por considerarlo “americano”; actitud que observamos con frecuencia en el españolismo xenófobo y rancio, de toros y farándula, que, en cambio, acepta cualquier barbaridad decadente mientras sea “patria”. Halloween –se le llame como se le llame– no es algo extranjero. Es nuestro. Nació en Europa, lo llevaron a América los europeos y volvió después al Viejo Continente. Tenemos más fiestas que han seguido una trayectoria idéntica y otras que han permanecido inmóviles en nuestra tierra. Y tanto las primeras como las segundas se han pervertido en un mismo sentido. He aquí la cuestión clave.
En primer lugar, nuestras celebraciones han perdido su significado originario para pasar a representar los valores propios de la cosmovisión hegemónica en nuestro tiempo, que es la misma aquí que en América: el postmodernismo. Permanecen algunas de sus formas, símbolos y apariencias, pero el contenido, la esencia espiritual, ha desaparecido.

En segundo lugar, la ingente diversidad de manifestaciones de que gozaban estas festividades en el folclore popular europeo a nivel nacional, regional y local, ha sucumbido, con la globalización liberal, a la apisonadora de la uniformidad.

No hace tanto que el programa estrella de esta noche en la televisión o en la radio era la representación del Don Juan de Zorrilla, obra soberbia del romanticismo entorno a la cual se congregaban las familias españolas. Otro tanto sucedía con las lecturas de El Monte de las Ánimas de Bécquer. Ahora ocupan su lugar maratones de películas americanas sin más razón de ser que el morbo por la sangre, los asesinatos, los zombis y otras trivialidades. Pese a lo cual, la muerte, la de verdad, no la hollywoodiense, es cada vez más un tema tabú para el hombre postmoderno.

Donde reinaban las leyendas populares y el sabor de los platos tradicionales, la artesanía, la conexión con la naturaleza, el culto a los antepasados, el recuerdo de nuestro muertos, el recogimiento, la solemnidad y la noción de trascendencia cristiana, pagana o popular –refiriéndonos con esta última a aquella que integra ambas tradiciones–, ahora impera el consumismo, la frivolidad, el individualismo, el materialismo, las modas comerciales, la banalización de la muerte, la comida basura industrial, el espectáculo de disfraces horrendos made in China y el culto general a la diversión y el feísmo. También el escenario de celebración ha cambiado. Se ha abandonado el calor del salón familiar o de las pequeñas comunidades y parroquias rurales para ocupar los centros comerciales y las discotecas, auténticos templos de nuestra era. La tradición se ha convertido en una excusa más para gastar o correrse una buena juerga de alcohol, drogas y puterío. Y las escuelas y hogares, refugio natural de la cultura y de la tradición, vehículos transmisores por excelencia de la herencia de nuestros mayores, también han sucumbido a la lobotomía global orquestada por las élites neoliberales y sus medios de adoctrinamiento y desinformación masiva. Ni el significado auténtico de la Noche de Difuntos, religioso o cultural, ni la celebración tradicional se muestra en los colegios ni se vive en los hogares. En ambos se limitan a seguir los movimientos de batuta del capitalismo internacional. Su cultura Pop ha suplantado a nuestra cultura Volk –o Folk–. No queda sitio para la enseñanza espiritual o para la meditación a propósito de temas tan fundamentales como los que rodean esta fiesta.

Las omnipresentes calabazas de plástico o el Santa Claus universal que luce los colores corporativos de Coca-Cola, por mucho que nos repateen, son, por desgracia, meros reflejos de ese mal endémico mucho más profundo, que es la decadencia y el exterminio de la cultura europea –entendida como el sistema de valores y la cosmología de los pueblos que descienden del Viejo Continente y la multiplicidad de formas en que esta se manifiesta–. No nos rebelamos contra el postmoderno Halloween por ser “americano”, sino por ser postmoderno. Nos rebelamos contra la raíz del mal, contra el agente perversor de nuestra cultura, que fue, en primera instancia, el destructor de la verdadera cultura de los europeos americanos, así como del resto de comunidades étnicas asentadas en el país, degradadas hoy a masas amorfas de engranajes al servicio de la maquinaria de mercado yanqui, a productores-consumidores-espectadores adoctrinados en los dogmas liberales.

Nuestra lucha no es, pues, contra una nación o raza –aunque aún se escuche a cuatro trasnochados clamando contra el imperialismo anglosajón, que hace tanto que quedó para los libros de historia–, sino contra el imperialismo del poder del dinero, contra una fuerza global de financieros apátridas que arrasan las identidades y los lazos comunitarios, al igual que las fronteras, la soberanía de los gobiernos nacionales y cuantas barreras se opongan a la erección de su tiranía mundial. Aquí o en América, este es nuestro combate. El de todos los pueblos europeos, eurodescendientes y, a la larga, el de todos los pueblos libres del mundo.
Por la supervivencia de nuestra cosmovisión y nuestras comunidades populares, contra el capitalismo y la decadente postmodernidad: COMBATE CULTURAL.
Dr. Stockmann
Un comentario en “Halloween: Cultura VOLK contra cultura POP”