Este 25 de noviembre se cumplían 51 años desde que pasara a la eternidad el que denominaron como “el último samurái”, Yukio Mishima. Si bien no provenía de una casta samurái, Mishima eligió una de las muertes más fanáticas, dolorosas y, por extensión, más japonesa que pueda imaginarse. Fue educado desde su infancia, al abrigo de su abuela excéntrica y demente, en las tradiciones protocolarias más genuinas del pueblo Nipón, donde los relatos cuasi místicos se entrelazaban con las hazañas y leyendas de hombres de honor que se rajaban el vientre para resarcir su dignidad y reputación.
Desde bien temprano tenía claro que quería ser un escritor famoso. Vivió la guerra, momento en el que estaba en alza el patriotismo y se podía respirar un orgullo nacional más habitual en épocas pasadas. No sabemos cómo hubiera evolucionado el propio Mishima en caso de haber ganado Japón la guerra, pero, lo que si podemos analizar, es como se desarrolló en el caso contrario. Japón perdió el conflicto bélico y en consecuencia padeció seis años y ocho meses de ocupación estadounidense. Durante este tiempo quedó sumida en la modernidad y decadencia más absolutas, desdibujado para siempre el carácter e idiosincrasia niponas. El mundo de la literatura, mundo en el que se movía Mishima, fue alcanzado de muerte y entregado en bandeja a los literatos y pensadores marxistas. Los clubes y sociedades literarias del momento adquirieron un carácter pacifista que renegaba de cualquier pasado, sobre todo de la sociedad prebélica. Acusaban a éstos de todos los males y crisis por las que estaba pasando el país.

Mishima, igual que muchos otros, tuvo que amoldarse a los tiempos y las modas de la generación de postguerra. Con tan solo veinte años, pasó a la fama con la publicación de su primera novela. Los títulos irían sucediéndose, algunos con muy buena acogida, otros no tanta, pero, siempre a la vanguardia de las letras japonesas. Dejó para la posteridad doscientos cuarenta y cuatro volúmenes, compuestos no solo por novelas, sino también por ensayos, poesía, cuentos o teatro. Demostró ser un hombre del renacimiento, destacando allí donde participaba, fue de este modo: actor de cine, director de teatro, incluso director de orquesta sinfónica. Hasta en tres ocasiones fue propuesto para el Premio Nobel de literatura.
Cuando su fama ya sobrepasaba los límites del país, disfrutando de cierta holgura económica y con la estabilidad de una familia que le quería, comenzó a rebrotar desde su interior algo que llevaba mucho tiempo intentando negarse. Desde joven estaba obsesionado con el sacrificio y la erótica de la muerte. Su alma ardiente por la defensa de la cultura clásica y la restitución del carácter nacional japonés no tardo en aflorar. Los últimos diez años de su vida los recorrió por la senda del guerrero mediante el bushido.

En su arte y acción cultivó una estética moderna, pero su modernidad no hacía otra cosa que insinuar el mito antiguo. Estos sentimientos íntimos guiarían su pluma con varios títulos de carácter disidente. Mediante el combate cultural trabajó para cuestionar todas las bases del mundo posmoderno. No se quedó en el ámbito del pensamiento sino que pasó a la acción transformándose completamente, destacó en las artes marciales siendo un maestro del kendo y moldeó su cuerpo mediante el culturismo. También formó una milicia privada desarmada, tipo Freikorps, llamada Tatenokai (Sociedad del Escudo) con la que participó en discusiones universitarias contra estudiantes marxistas.

EL ÚLTIMO DÍA DE SU VIDA…
El 25 de noviembre de 1970, acompañado de cuatro cadetes de la Sociedad del Escudo, visitó al General Mashita en el cuartel de las Fuerza de Autodefensa del Japón (fuerzas armadas japonesas). Con la excusa de tratarse de una visita de cortesía, accedieron al despacho del general y lo tomaron como rehén. Para no ensuciar su honor con armas de fuego, tal y como marca la tradición, únicamente iban provistos de sables. Bloquearon las puertas de acceso y exigieron que se concentrara el Regimiento nº32 en el patio situado frente al despacho. Esta fue la única reclamación que Mishima expuso. Reclamación que tendría que ser satisfecha para liberar al rehén. Las autoridades accedieron a su petición. En pocos minutos los soldados se amontonaban frente al edificio. Mishima apareció en la balconada ataviado con el uniforme de inspiración fascista de las Tatenokai, lanzó un puñado de panfletos con su proclama y procedió a dar su discurso: “Hemos visto al Japón emborracharse de prosperidad y caer en el vacío espiritual (…) Cuando vosotros despertéis, Japón despertara con vosotros. Salvemos al Japón, al Japón que amamos”.



Mishima tenía intención de prender la chispa de una rebelión idílica, prácticamente imposible. También era consciente de que los soldados de su tiempo, lejos de representar el espíritu samurái, eran igualmente víctimas de la desidia moderna. Se burlaron de él y le pidieron que soltase al general. Mishima lo tenía todo debidamente planeado; no es alcanzado por la frustración aquel que pertenece a la nobleza del fracaso. Profirió tres vivas al emperador y retornó al interior del despacho.
Una vez dentro, en presencia de sus fieles y del amordazado general, se despojó de su ropa quedando su torso al descubierto. Se arrodilló frente a ellos, masajeó sus músculos abdominales durante unos minutos y, cuando estuvo preparado, desgarró su vientre en un golpe decidido y certero. El movimiento del cuchillo, así lo marca este litúrgico ritual, fue deslizándose de izquierda a derecha. En pocos segundos todo era sangre y entrañas. Fanáticamente decidido, alcanzó, tal y como marcaba la posterior autopsia, un récord en profundidad y desplazamiento. Morita tenía la misión de acortar su sufrimiento decapitándolo con un sable. Nervioso e inexperto, falló hasta en tres ocasiones, alargando terriblemente el sufrimiento de su particular daimo. Tuvo que ser Koga, otro de los subalternos presentes, quien pondría fin a la escena. Seguidamente Morita procedería del mismo modo quitándose la vida.


Los tres miembros restantes, afligidos y emocionados, tenían la orden directa de Mishima de no optar también por el suicidio y dar testimonio de aquello en lo que habían participado. Liberaron al general y se entregaron mostrando la espada aun manchada con la sangre de Mishima y Morita al mundo entero. Todo había terminado.
Contradictorio o no, Mishima decidió su trágico final. Y este no podía ser de otro modo que encuadrado en la más pura de las tradiciones y lanzando un ensordecedor mensaje, bañado en sangre, que aleccionase a sus contemporáneos y les hiciese meditar sobre la deriva de la sociedad japonesa. No sería práctico ni inteligente que todos los disidentes reprodujéramos esta exaltada protesta, pero, sí que debiéramos apoyarnos en todos esos ejemplos que pagaron su tributo en sangre por nobles ideales.

Intentemos, tal y como mencionó en su discurso Mishima, despertar a nuestros contemporáneos. En nuestro caso, hacerles despertar por Europa, pero no por cualquier Europa, sino por la Europa que amamos.
Manu Beramendi