PLANTEAMIENTO
En muchas ocasiones he oído que el problema que tenemos en esta sociedad moderna es que la llamada democracia no es tal, y que por lo tanto debemos luchar por implantar una democracia real y no esta parodia de gobierno que llamamos “democracia”. Este razonamiento lo he oído aplicado a diversos países, independientemente del “color” del partido en el gobierno, e incluso lo he oído en foros llamados “nacionalistas”, “identitarios” o “tradicionales”
En este texto, tratare de someter la democracia a juicio, presentando las pruebas pertinentes y extrayendo conclusiones de las mismas. Debo aclarar que no es mi intención hacer un análisis profundo y detallado ni desde el punto de vista histórico ni el de la filosofía política, algo que está más allá de la extensión de este corto articulo y de mis propios conocimientos. Mi único propósito es presentar un esbozo superficial de una cuestión sumamente compleja como es el de las relaciones sociales entre seres humanos, y dar mi punto de vista acerca de la misma.
ANTECEDENTES DE HECHO: LA DEMOCRACIA EN LA HISTORIA ANTIGUA
Aquellos que argumentan que debemos desechar el actual sistema e imponer una democracia real, a menudo buscan como modelo de esa democracia al sistema de gobierno nacido en la ciudad-estado de Atenas, en el S VI a.C. Efectivamente, entre los S. VI y IV a.C, la polis de Atenas se gobernó por un sistema llamado democrático. Si miramos un poco de cerca, sin embargo, vemos que aquel sistema dista mucho de ser “democrático” en el sentido moderno. Su antecedente fue la timocracia establecida con la Constitución de Solón en el 594 a.C. Un sistema timocrático es aquel en el que solo tiene voz y voto el ciudadano que posee un determinado nivel de renta, lo cual dejaba fuera de las decisiones políticas a un colectivo bastante amplio. No confundamos esto con la aristocracia griega, en la que el gobierno estaba en manos de una minoría formada por los más capaces.
La democracia ateniense era una evolución de la timocracia, dando voto a “todo el pueblo” (demos). No obstante, en ese concepto de “demos” solo se incluían a los ciudadanos atenienses, varones y adultos, que hubieran recibido entrenamiento militar. Esto excluía no solo a los niños, sino también a las mujeres, esclavos y extranjeros (meteco). Es importante destacar que la definición de ciudadano en la antigua Atenas era muy restrictiva, lo que limitaba bastante el número de personas con derecho de sufragio activo, que diríamos hoy. Durante el S V a.C., se estima que, de una población de entre 250.000 y 300.000 personas, solo 30.000 tenían derecho a voto.

Grecia no es solo la cuna de la democracia, sino también y sobre todo de la filosofía. Se hace necesario, por lo tanto, analizar la visión que los filósofos griegos tenían de la democracia, empezando por el padre de la filosofía, Sócrates. Este filosofo siempre se alejó de la política, y el hecho de que no dejara nada escrito hace difícil determinar exactamente cuál era su postura. Sin embargo, tenemos textos, principalmente de Platón y Jenofonte, así como hechos documentados, que parecen indicar que “el gobierno del pueblo” no era la forma de organización social favorita de este filosofo. El hecho de que tomase como discípulo a Critias, uno de los miembros del gobierno de los Treinta Tiranos, y sobre todo el hecho de que, una vez restablecida la democracia en Atenas, una de las primeras medidas que se adoptaron fuera juzgar y condenar a muerte a Sócrates, me inclina a pensar que efectivamente, Sócrates no era un fuerte defensor de este sistema de gobierno (ello, a pesar de los patéticos intentos por parte de algunos pseudohistoriadores de demostrar que, de hecho Sócrates fue un defensor de la democracia…).
Platón, por su parte, sí dejo explícitamente por escrito su oposición a la democracia. Para Platón, el gran riesgo de la democracia era que podía fácilmente caer en la demagogia. La visión del estado de Platón, detallada en la Republica, nos presenta un estado dividido en tres estamentos: el de los sabios filósofos, cuya misión es la de gobernar, el de los soldados, que tienen por objeto defender al estado de ataques enemigos, y por último el de los artesanos, que con su trabajo proveen alimento, ropas, vivienda… a toda la sociedad. La pertenencia a uno u otro grupo vendrá determinada por la mayor influencia en cada individuo de cada una de las partes del alma: alma racional = filósofos, alma irascible = soldado, alma concupiscible = artesano. Es decir, la elección de quien está llamado a gobernar esta predeterminada, y en nada depende de lo que a una mayoría de personas les atraiga más o menos.

Aristóteles, por último, entendía tres formas de gobierno, en función de si el poder era ejercido por un individuo, una elite o un grupo numeroso. Cada una de estas formas de gobierno podría ser ejercida en su forma “pura”, es decir de acuerdo al interés general de la comunidad, o “impura” o corrompida, en la que los intereses particulares primaban sobre los generales. En cualquier caso, todas las formas de gobierno puras se ejercen en nombre del pueblo. De este modo, encontramos tres “pares opuestos” de formas de gobierno: cuando el poder es ejercido por un individuo, en su forma pura tenemos la monarquía, y en su forma impura, la tiranía. Si el poder es ejercido por una minoría selecta, en su forma pura encontramos la aristocracia, siendo su faceta espuria la oligarquía. Por último, y esto es lo interesante, cuando el poder se ejerce por un grupo numeroso, en su forma pura Aristóteles habla de “orden civil”, que sería equivalente a una república cuasi-tecnocrática, en la que cada función es ejercida por un grupo de expertos en dicha función. La versión corrupta, es lo que Aristóteles identifica con la democracia, ya que, en esta, los intereses individuales de una mayoría se imponen a todo el pueblo. Parece que, con Aristóteles, la democracia tampoco sale bien parada…

La civilización de la antigua Roma fue la heredera de la Grecia de Sócrates, Platón y Aristóteles. La primera etapa de esa gran civilización adopto la forma de monarquía, pero cuando esta degenero en tiranía con Tarquinio, el gobierno fue remplazado por una república. Eso es, al menos, lo que nos cuenta la historia, y para el propósito de este artículo, asumiremos que es cierto.
Comienza con esto la etapa de crecimiento de la civilización romana, etapa en la que se consolidaron las bases del derecho romano y de las instituciones políticas, entre las cuales destacaba el senado. Los senadores, lejos de lo que ocurre hoy día, no eran elegidos por “el pueblo”, sino que lo eran por derecho propio, como por ejemplo por pertenecer a familias patricias de rancio abolengo, o bien al ser nombrados por los cónsules, que eran los magistrados de mayor rango, o por último por ser nombrados por el propio senado, para el desempeño de alguna otra magistratura, lo cual solía llevar aparejado el desempeño del cargo de senador al finalizar la magistratura correspondiente. En cualquier caso, el senado, que era el órgano de gobierno más poderoso en esta primera etapa de la República, no era elegido “democráticamente”. Esta forma de gobierno sería algo intermedio entre la Aristocracia y el Orden Civil aristotélico, en el cual el pueblo llano (la plebe) quedaba excluido de las decisiones de gobierno.
Esto, a una mentalidad “democrática” del S XXI le podría parecer una aberración, ya que esa “aristocracia” haría siempre prevalecer sus intereses por encima de los intereses del pueblo. Este tipo de razonamiento es el producto de la acción conjunta una serie de desgraciadas “coincidencias” ideológicas que, desde el S XVII e incluso antes, han venido infestando la conciencia colectiva. De un lado, tenemos el marxismo y su famosa lucha de clases, cuyo objetivo es enfrentar a los trabajadores (la plebe romana o los artesanos platónicos) con el capital y la empresa. La otra cara de la moneda es el liberalismo, que asimila al obrero a un mero recurso productivo. Conviene aclarar que liberalismo y marxismo son, insisto, dos caras de la misma moneda; ambos están al servicio del mismo patrón… Por último, tenemos algo que se empezó a gestar ya el S XVI con el surgimiento de corrientes filosóficas humanistas, que es la eliminación del concepto del “bien común” y su sustitución por la suma de los bienes individuales, de tal modo que, para el hombre moderno, si el interés individual, de naturaleza materialista y concupiscente, se une a otros “intereses individuales” en cantidad suficiente, el resultado debe ser equivalente al bien común o interés general. Volveremos sobre el concepto de bien común e interés individual más tarde.

En este contexto, la mera idea de una elite que obre en interés de una comunidad es rechazada de plano. En la antigua Republica romana, sin embargo, cada miembro de la comunidad asumía su papel, de manera que el artesano panadero sabía que los senadores tomarían las decisiones que considerasen más favorable para Roma, ya que ellos eran los expertos, al igual que él hornearía el mejor pan que pudiese, porque ese era su papel en la sociedad, y que sería tan absurdo preguntarle a él cual era la decisión política adecuada como pedirle a un senador que amasase y hornease una hogaza de pan.
Es cierto que muy pronto en la Republica, la figura del Tribuno de la Plebe comenzó a existir para dar una voz al pueblo. Esta figura, sin embargo, nació como un mecanismo fiscalizador y de control, podríamos decir de freno antes posible abusos, más que como una figura legislativa. Andando el tiempo, sin embargo, los poderes y prerrogativas del Tribuno de la Plebe, así como de la Asamblea de la Plebe, fueron creciendo, y como ocurre más veces de las deseadas, sus fines originales se fueron disipando, dejando paso a otros intereses espurios. Así, el poder de los tribunos empezó a ser utilizado para revertir decisiones del senado cuando estas no convenían a los intereses particulares del tribuno de turno. La demagogia (recordemos de nuevo a Platón) se convirtió en un proceder habitual por parte de determinados tribunos de la plebe. Uno de los casos más extremos, aunque no el único, fue el de los tribunos Clodio y Milon, cada uno con su banda de “matones”, que sembraron el caos en Roma en las últimas etapas de la Republica. Es cierto que el final de la Republica y el advenimiento del Imperio no se puede achacar únicamente a estos desmanes, pero es indiscutible que estos tuvieron un peso decisivo. Si el tribuno de la plebe no hubiera obtenido su poder del pueblo, siempre voluble y propenso a la manipulación, muchos de estos excesos no se hubieran dado.

Aun en el periodo del Imperio romano, es de todos conocido un episodio en el que una decisión democrática resulto en la mayor injusticia de la historia: la condena a la crucifixión de Jesús fue adoptada por abrumadora mayoría de los judíos que, durante la Pascua, se habían reunido en Jerusalén. Fue el pueblo, arengado por el Sanedrín, los que exigieron su muerte al gobernador Pilatos.
PRUEBA PERICIAL: LA NATURALEZA DE LA DEMOCRACIA
La democracia, tanto desde el punto de vista etimológico como conceptual, es el gobierno o poder del pueblo. En sus formas actuales, se basa en la idea modernista de que nadie esta moralmente autorizado a imponer nada al individuo salvo que este preste su consentimiento. Dejando de lado las democracias históricas que hemos mencionado más arriba, dicho concepto tiene su origen en las doctrinas humanistas que surgieron a principios del S XVI. Dichas doctrinas entendían que el individuo es un “ser autónomo e independiente”, soberano de sí mismo, y cuya libertad solo puede ser restringida de manera consensual y por su propia voluntad. Esta doctrina ha dado lugar a resultados bastante absurdos, como el concepto de “burbujas de libertad” materializado en la tan cacareada frase “mi libertad termina donde empieza la libertad de mi prójimo”. Este concepto de burbujas de libertad ha dado lugar a un tipo de relaciones sociales excluyentes e individualistas, típicas de la sociedad moderna. Paradójicamente, sin embargo, al tiempo que excluimos a nuestros semejantes de nuestras burbujas de libertad, permitimos cada vez más que el estado restrinja dicha burbuja con imposiciones de pensamiento único, también conocidos como “valores democráticos”. Sobre este tema profundizaremos más adelante.
El concepto del individuo autónomo e independiente se encuentra desde el principio con una serie de problemas fundamentales. En primer lugar, ignora completamente los llamados “primeros principios comunes e indemostrables de la razón práctica” que, de una u otra manera, han estado presentes en la filosofía desde tiempos de Sócrates, ya que son connaturales al ser humano. Todos sabemos de manera innata que matar está mal, y que ayudar al prójimo está bien. Si eso es así, es porque existe una norma que preexiste al ser humano y que “limita nuestra libertad” de pensar que matar sin motivo está bien, o que es dañino ayudar a quien lo necesita. Luego esa supuesta “libertad absoluta” propugnada por la doctrina del individuo libre e independiente, es falsa.

El segundo problema que se encuentra esta doctrina es mucho más evidente: la realidad pura y dura. Desde tiempos inmemoriales el hombre ha vivido en sociedad. Todas las sociedades han tenido alguna forma de normas que han regulado la convivencia entre hombres (podíamos citar, como anecdótica excepción a esta regla, el comunismo libertario impuesto por la “columna Durruti tras el fiasco del “Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña”, en los pocos pueblos aragoneses que tomaron, prohibiendo toda “norma opresora”… incluidas las normas de tráfico!). Pero si hemos dicho que al individuo solo se le puede limitar su libertad previo consentimiento, ¿cómo es posible que el estado me imponga normas a las que yo no he prestado consentimiento? ¿No es eso contrario a la ley natural, de acuerdo con la doctrina del individuo soberano, libre e independiente?
Para solucionar este último problema, Thomas Hobbes estableció en su obra “Leviatán” (1651), el concepto de contrato social, aunque nunca utilizo ese término, usado por primera vez un siglo más tarde por Jean-Jacques Rousseau. Según este concepto, el hombre, que por naturaleza es soberano y que solo puede limitar su libertad a través de su libre voluntad, entiende que la convivencia pacífica requiere de ciertas restricciones a dicha libertad omnímoda, así que acordamos firmar un contrato en cuya virtud aceptamos limitar nuestro albedrio en aras de una vida pacifica en la que mi vecino no me robe las patatas cada vez que le venga en ganas. No se usted, pero yo no recuerdo haber firmado ningún contrato en tales términos con los 7.900 millones de habitantes del planeta Tierra.

¿Cómo es posible, entonces, que dicho contrato exista? Si ni usted ni yo ni nadie recuerda haberlo firmado o tiene una copia en un cajón de su casa, ¿quién entonces lo firmo, y sobre todo, cuando? Hobbes nos da la respuesta. Al principio, antes de la existencia de la sociedad humana, el hombre vivía en el llamado estado de naturaleza, en el cual no respondía ante nadie y obraba guiado solo por sus deseos. El problema es que esos deseos, en muchas ocasiones, entraban en conflicto con los deseos de otros hombre igualmente libres e independientes, así que las relaciones se basaban en un equilibrio de fuerzas que en más de una ocasión desembocaría en guerras y conflictos. En un momento de esta historia, todos los hombres independientes, hartos ya de tanta guerra, decidieron llegar a un acuerdo, formar una estructura social y establecer unas normas de convivencia, lo que más tarde acabaría evolucionando en el concepto de estado. Luego, parece ser que fueron nuestros antepasados de las cavernas los que firmaron aquel acuerdo.
Pero entonces, si lo firmaron ellos, ¿por qué yo estoy vinculado, cuando yo no he prestado mi consentimiento? Además, ¿qué ocurre si una de las partes decide no respetar las normas del pacto social? ¿Qué poder coercitivo tienen los demás individuos para forzar al rebelde, dado que todos somos igualmente libres e independientes? Es aquí donde entra en juego la idea de democracia, de la mano de John Locke, que tomo el concepto de pacto o contrato social y extrajo de él dos clases de contratos: el contrato de la formación de la sociedad, aquel que nuestros antepasados de las cavernas firmaron, y el contrato de formación de gobierno, que establece la figura de un juez, el gobierno, que dirime las disputas derivadas del primer contrato. Este segundo contrato se ratifica a través del sufragio, cada vez que votamos en unas elecciones o un referéndum.
Todo esto, sobre el papel, parece impecable. Pero cuando le aplicamos el filtro de la realidad, el concepto empieza a hacer aguas por todas partes. En primer lugar, no hay ninguna evidencia histórica, antropológica o de otro tipo que permita inferir la existencia de ese “estado de naturaleza” del que hablaba Hobbes. El hombre, desde que es hombre, es un ser social, al igual que lo son los elefantes, los caballos salvajes o los ñus. Es un ser social porque vivir en sociedad le ha permitido primero satisfacer sus necesidades básicas de alimento y protección contra los elementos y los animales, y después porque en sociedad el hombre ha sido capaz de desarrollarse como protagonista de la creación.

Tampoco existen evidencias de que las primeras comunidades humanas tuvieran una organización horizontal en la que las decisiones se tomasen colectivamente. Lo más probable, observando como otras comunidades de animales se comportan hoy día, es que la organización fuese piramidal, con un líder o grupo de líderes en la cúspide, que serían los más fuertes, lo más inteligentes o los más experimentados. Todo esto es especulación, pero parece ser una conclusión natural, a poco que se conozca la naturaleza humana. En cualquier caso, lo que sí está probado es que el concepto de sufragio, y más aun de sufragio universal, no se remonta más allá del S XVIII.
Centrémonos en el contrato de formación de gobierno al que se refería Locke, ya que eso no es más que otro modo de denominar lo que hoy conocemos como democracia. En base a ese contrato, todos los miembros de una comunidad están en plano de igualdad en cuanto a la decisión acerca del gobierno de dicha comunidad. Cada sujeto analizara individualmente cual, de entre las distintas opciones, conviene más a su interés particular, de tal suerte que la suma de los intereses particulares de la mayoría se impone, equiparando de este modo suma de intereses particulares a interés general. Esta es otra falacia, como apuntamos ya anteriormente, falacia que podemos observar en el día a día. Veamos un par de ejemplos:
En una universidad, la clase de filosofía está formada por 300 alumnos. El profesor no tiene ganas de preparar un examen final ya que eso le distraería de la preparación de su tesis doctoral, así que decide someter a referéndum el método de calificación de los exámenes finales, y pregunta a los alumnos si prefieren un examen que comprenda todo el temario, o bien un aprobado general sin necesidad de examen. Parece lógico que la mayoría de los alumnos se decantarían por la segunda opción ya que es la que satisface mejor sus intereses particulares (pueden dedicar más tiempo a otras materias, o simplemente esforzarse menos), pero ¿es esa suma de intereses particular lo mismo que en interés general? Parece que no, ya que el interés general de la comunidad (la universidad en este caso) es que los alumnos terminen sus estudios con un nivel de conocimientos elevados en todas las materias, incluido filosofía.

En el segundo ejemplo, el director de una empresa recibe información confidencial que indica que deberían adelantar el lanzamiento de un nuevo producto si no quieren que la competencia se les adelante. Las consecuencias de esto último podrían ser dramáticas para la empresa e implicarían despedir a gran parte de la plantilla. Sin embargo, si quieren adelantar el lanzamiento y evitar dichas consecuencias, los trabajadores deberán trabajar durante el periodo de vacaciones. El director no puede dar a conocer a toda la plantilla esa información confidencial pero teme que si pide a los trabajadores que suspendan las vacaciones sin darles una explicación, estos podrían declararle una huelga, así que decide someter el asunto a referéndum, preguntando a toda la plantilla si estarían dispuestos a posponer sus vacaciones de verano hasta el otoño para mejorar la productividad de la empresa. Con esa información limitada, lo más probable es que la mayoría de la plantilla contestase que no quieren suspender sus vacaciones de verano, lo cual tendría consecuencias nefastas para ellos.
Con estos ejemplo trato de demostrar que la decisión de la mayoría no es necesariamente la decisión correcta, principalmente por dos motivos: primero, porque los individuos tienen a tomar decisiones basadas en sus intereses particulares o directamente egoístas, y segundo y casi más importante, porque la toma de decisiones requiere información completa y precisa sobre el asunto a decidir, y en una sociedad compleja, si se pide a los individuos que tomen decisiones que afectan a toda la sociedad, estos no cuentan ni con la información ni con la preparación y conocimientos suficientes para tomar esa decisión. Por la misma razón que no acudimos a un abogado cuanto tenemos un problema de fontanería, o a un fontanero cuando necesitamos una operación de apendicitis, o a un cirujano cuando tenemos un problema legal, no deberíamos pedir a los ciudadanos, abogados, fontaneros, albañiles, jubilados, cirujanos, amas de casa,… que decidan cual debe ser la política económica de un país, cuanto presupuesto se debe destinar a defensa, o cual debe ser la política exterior. Este es probablemente el mayor problema de todo sistema democrático en una sociedad medianamente compleja.
TESTIGOS PRESENCIALES: LA DEMOCRACIA EN ACCIÓN
El sistema democrático se basa en que el pueblo, cada individuo soberano, decide por mayoría como quieren gobernarse a sí mismos. En sociedades simples como puede ser una pequeña comunidad de vecinos, este sistema se puede ejercer directamente, es decir tomando decisiones por mayoría que son ejecutadas directamente por la comunidad. En sociedades más complejas, sin embargo, dicho ejercicio solo es posible de manera indirecta, es decir, nombrando a alguien que tome decisiones en nombre de la mayoría. Veamos las consecuencias de estos dos aspectos.
Dado que la democracia permite a la mayoría decidir la forma de gobierno, la democracia realmente no es una ideología, no tiene ningún contenido. Es un lienzo en blanco en el cual los ciudadanos pueden pintar el cuadro político que ellos decidan, incluso pueden decidir que ellos no quieren decidir, y nombrar a un individuo que decida por ellos, que los lidere, de modo que el pueblo no tome ninguna decisión, ni siquiera la decisión de cambiar de líder. Pero, ¿es esto así en la realidad?

En la antigua Roma, la posibilidad descrita existía con la figura del dictador: cuando las cosas se ponían feas, el senado (y más tarde los comicios) podía nombrar a un dictador (normalmente el Cónsul), si bien es cierto que su gobierno como dictador se limitaba a seis meses como máximo. En la democracia moderna, sin embargo, el pueblo está obligado a elegir un nuevo representante cada cierto tiempo (4 o 5 años, según el país). Además, en el caso concreto de España, el pueblo no puede ni tan siquiera elegir quien será su representante, ya que rige un sistema de listas cerradas para el Congreso de los Diputados, de tal manera que son los partidos y no el votante los que eligen a los gobernantes. En cualquier caso, la representación directa no existe en ningún país democrático en nuestros días. Pero no es esta la única diferencia entre la democracia moderna y la practicada en la antigüedad. En la antigua Roma, los representantes elegidos tenían un mandato directo, y de su incumplimiento culpable o negligente debían responder incluso con su propio patrimonio. En las democracias modernas ese mandato se ha sustituido por el eufemístico “mandato representativo”, que en términos coloquiales significa que los políticos y partidos tienen carta blanca para mentir e incumplir sus promesas. Pero no queda ahí el asunto; como todos sabemos, los miembros del parlamento esta blindados, no solo durante su mandato, sino de manera vitalicia por cualquier actividad llevada a cabo en el desempeño de dicho mandato, sometidos a un fuero especial que hace casi imposible que un gobernante deba responder de manera personal por errores, faltas o incluso delitos cometidos durante su mandato. La máxima condena se limita a perder el gobierno en las siguientes elecciones…
Otra consecuencia de la democracia como marco sociopolítico es que, en principio, dentro de dicho marco puede caber todo, siempre y cuando este ratificado por la voluntad de la mayoría. Vemos, sin embargo, que en su aplicación práctica, esto no es así, ya que existen los llamados “valores democráticos” que delimitan lo que es democrático y lo que no lo es. Dentro de dichos valores, encontramos un catálogo de lo más variopinto que incluye incongruencias, herramientas de manipulación social, y puro absurdo irracional. Los más destacados de dichos “valores” son la tolerancia y el respeto, Eso sí, en un ejercicio talmúdico de tergiversación de los procesos racionales, solo es digno de tolerancia y respeto aquello que “la democracia” considera como tal. Por ejemplo, en cualquier democracia occidental, si alguien se pasea por la calle con una camiseta con una estrella roja, la cara del criminal Ernesto Guevara, o una hoz y un martillo, no pasa absolutamente nada porque los valores democráticos de tolerancia y respeto obligaran al liberal más recalcitrante a respetar al descerebrado en cuestión. Sin embargo, si otra persona hace lo mismo con una camiseta con una cruz gamada, en el mejor de los casos le amonestaran y lo tacharan de criminal, en el peor y más común de los casos, terminara en prisión, ya que los valores democráticos de tolerancia y respeto no pueden permitir dichas manifestaciones de intolerancia. Si esto no es aberración talmúdica, no sé qué lo será.

Múltiples son los ejemplos que podíamos poner con los absurdos que la llamada teoría de género no muestra cada día, como aquel que dice que los sexos son un “constructo social”, o que alguien se puede sentir hombre hoy y mujer mañana, o que es un hombre atrapado en un cuerpo de mujer o viceversa. Con idéntico razonamiento, uno podría ir vestido de soldado de las Waffen SS y reproduciendo a voz en grito los discursos de Adolph Hitler, y cuando fuera detenido podría alegar que es un demócrata atrapado en el cuerpo de un nacionalsocialista. Intente usted hacer algo semejante.
En resumen, la democracia moderna no es ningún marco sociopolítico en el que el pueblo, por mayoría, puede diseñar la sociedad a su gusto. Más bien, es un estrecho corsé, cada vez más restrictivo, en el que se impone cada vez con más fuerza una única línea de pensamiento, la cual será aceptada en tanto sea etiquetada de democrática, y cualquier disidencia será tachada de intolerante.
Hay un aspecto más siniestro de la democracia en acción, que vemos con demasiada frecuencia. Me refiero a la imposición de la democracia a la fuerza. Hemos sido testigos de cómo las democracias occidentales han aplastado países como Iraq, Siria o Libia, bajo pretexto de acabar con la dictadura y llevar la democracia a dichos países. En el caso de Iraq, la operación “Libertad duradera” se inició hace más de 20 años, y a día de hoy es un país completamente destrozado por la democracia y sus valores. Vemos también, sin alejarnos mucho, como “la única democracia de Oriente Medio”, como califican los medios occidentales a Israel, lleva más de 70 años robando, aplastando y exterminando a un pueblo cuyo grave delito es ocupar una tierra que el talmudismo/sionismo ha decidido que quiere para sí, y todo ello con la anuencia, si no el apoyo directo y abierto de las democracias occidentales. Y por supuesto, hemos visto como Europa quedó hace más de 70 años completamente destrozada en nombre de la democracia y para derrotar al dictador megalómano, solo para que, acto seguido, esas democracias libertadoras entregasen la mitad de Europa a las garras del comunismo soviético. No se me antoja este escenario como la mejor carta de presentación para un sistema político calificado como el “menos malo de los posibles”…
VEREDICTO
Vista las pruebas presentadas, y considerando que:
- Históricamente, la democracia ha sido ajena a las grandes civilizaciones, criticada por los grandes pensadores del pasado, y artífice de alguna de las mayores injusticias históricas
- Los fundamentos filosóficos de la democracia parten de situaciones teóricas y no de una observación de la realidad humana. El propio concepto de democracia es ajeno a la naturaleza humana
- La democracia exige a los ciudadanos la toma de decisiones en áreas sobre las que el ciudadano medio carece de los conocimientos, la formación y la información especifica
- La democracia moderna garantiza una protección totalmente desproporcionada a aquellos que ejercen actividades de gobierno, fomentando de este modo la irresponsabilidad y en última instancia, la corrupción de los gobernantes
- Le democracia se traiciona a sí misma, imponiendo un conjunto de supuestos “valores democráticos” que limita la libertad de elección de los individuos y que encamina las sociedades hacia una línea doctrinal única, un pensamiento único y una opinión única.
- En nombre de la democracia se han cometido algunas de las mayores atrocidades de la historia reciente (las otras atrocidades se han cometido en nombre del comunismo…)
no tenemos otra alternativa sino condenar la democracia como el peor sistema de gobierno que la sociedad humana haya concebido jamás. Desgraciadamente en esto, como en muchas otras cosas, hemos decidido ignorar las enseñanzas del pasado, tanto remoto como reciente, así como el propio sentido común, y abrazar este sistema destructor que acabará por imponer un gobierno mundial al servicio de las elites por todos conocidas.
AVC