La culpabilización de los europeos ha favorecido la invasión disimulada de sus territorios, el gran remplazo de sus poblaciones, como nunca se había visto en el pasado. Y si esta empresa monstruosa, cuyas consecuencias serán pagadas caramente y a largo plazo, han podido imponerse, es debido, claro está, a la complicidad de élites perversas o decadentes, pero sobre todo porque los europeos, al contrario que otros pueblos, carecen de memoria identitaria y conciencia acerca de lo que son. Un viejo trasfondo muy arraigado de cultura universalista, religiosa o laica, los predisponía a sufrir la invasión como una cosa normal, que las mismas oligarquías dirigentes han proclamado deseable y beneficiosa.
Tal es la realidad histórica enmascarada que no podemos separar de un hecho histórico mayor. Desde el final de las dos guerras mundiales y su orgía de violencia, Europa se ha adormilado, a despecho de algunos discursos exagerados.
Este estado adormilado fue consecuencia del exceso de furor asesino y fratricida perpetrado entre 1914 y 1945. Fue también el regalo hecho a los europeos por parte de Estados Unidos y la URSS, las dos potencias hegemónicas surgidas de la Segunda Guerra Mundial. Esas potencias impusieron sus modelos ajenos a nuestras tradiciones intelectuales, sociales y políticas. Aunque, mientras tanto, una de las dos potencias haya desaparecido, los efectos venenosos se dejan aún notar, hundiéndonos además en una culpabilidad sin equivalente. Según la elocuente frase de Élie Barnabi, «la Shoah ha sido elevada a la condición de religión civil de Occidente».
Pero la historia nunca está inmóvil. Aquellos que han llegado a la cumbre del poder están condenados a bajar de la misma.

Además, la fuerza no lo es todo. Es necesario, para poder existir en el mundo, librarse de su destino, escapar a la sumisión de los imperialismos políticos, económicos, mafiosos o ideológicos. Escapar a las enfermedades del alma que tienen el poder de destruir las naciones e imperios.
Antes de ser amenazados por diversos peligros reales y la oposición de intereses e intenciones que no dejan de acentuarse, los europeos de nuestra era son, ante todo, víctimas de esas enfermedades espirituales. Esa es la causa decisiva de su debilidad. Si creemos a aquellos que hablan en su nombre, los europeos carecerían de pasado, de raíces, de destino. No son nada. Y sin embargo, lo que tienen en común es único. Tienen como privilegio el recuerdo y los modelos de una gran civilización probada desde Homero y sus poemas fundacionales. Pero no lo saben. No comprenden tampoco la novedad de las amenazas impuestas por el momento.
Video de Antica Tradizione «Dominique Venner».