La abeja melífera comparte con las hormigas el mérito de haber atraído, de entre todos los animales, la atención de un mayor número de sabios, investigadores y poetas. Desde un Aristóteles fascinado por ellas, hasta el premio Nobel de literatura en 1911, Maeterlinck, que escribió las bellas y enamoradas páginas de “La vida de las abejas” (1), discurre un hilo interminable de admiración hacia el misterio de la colmena.
En nuestro pueblo y con tradición casi centenaria, son numerosas las familias que han hecho del cuidado de las abejas su principal modo de vida. Este cultivo impone su ritmo propio que, la más de las veces, nos impide atender a las lecciones que la colmena de ayer, hoy y siempre nos da si le prestamos la atención necesaria. Estas lecciones cobran hoy un enorme valor como en los ejemplos que siguen se puede apreciar.
Todos mostramos nuestra admiración ante la abeja obrera que sacrifica su vida hundiendo el aguijón en nuestra piel flexible para intentar proteger a su colonia de nuestra intromisión. Este mismo sacrificio tiene lugar en nuestro cuerpo miles de veces cada día, cuando células invadidas por patógenos o que han decidido reproducirse sin atender a las necesidades del tejido en el que se insertan, primer paso para la formación de tumores, son obligadas a suicidarse por las reglas internas que rigen para cada célula desde los primeros pasos de los seres pluricelulares sobre la tierra. Sin esta dura disciplina interna la vida de los seres formados por más de una célula sería imposible y, ciertamente, nuestra especie no habría llegado a aparecer.
Las abejas y nuestras células nos dan la primera lección: el bien de la comunidad puede exigir el sacrificio del individuo. Sin ese sacrificio, nuestro cuerpo muere.
Todo apicultor sabe que de un mismo huevo depositado en el fondo de una celdilla de obrera, y por tanto huevo fecundado, nace una obrera; pero también puede nacer una reina si las circunstancias lo hacen necesario. Con una misma constitución genética se obtienen seres radicalmente diferentes. El secreto de esa transformación también se da en nosotros todos los días. De su estudio se encarga la ciencia de la Epigenética que nos enseña cómo determinadas influencias ambientales, la alimentación con jalea real en el caso de las abejas, pueden despertar o silenciar la expresión de genes de una misma dotación hereditaria. Es decir, nuestro modo de vida influye, para bien o para mal, en la expresión de nuestra constitución genética y está en el origen de un gran número de enfermedades.

La consecuencia práctica de esta realidad para nuestras vidas y salud es enorme y nos pasa desapercibida. Nuestros genes han evolucionado a lo largo de millones de años buscando la mejor adaptación a un modo de vida que cada vez es más extraño para nosotros. Sólo en la medida en que recuperemos hábitos que nos han sido propios, con el ejercicio físico y mental, la alimentación y la empatía y cercanía en el trato dentro de nuestra comunidad, podremos mejorar nuestro estado de salud y abandonar esa aparente condena de una vida sostenida por las muletas de una medicina que trata síntomas, pero ignora causas y de la que no puede decirse que refuerce nuestra salud.
Durante siglos fue una incógnita el origen de la formación de las grasas en nuestro cuerpo. El estudio de la secreción de la cera, una grasa, por las abejas, nos puso en el camino de desvelar el enigma. Las grasas eran el resultado de la transformación en nuestro cuerpo de los azúcares ingeridos. Néctar en el caso de las abejas, seres estrictamente vegetarianos. En el hombre, esa alquimia se produce en el hígado y el exceso del consumo de azúcares, un episodio también nuevo en nuestra historia de humanos, está en la fuente de la epidemia de diabetes y obesidad que asola a las sociedades que hasta ahora se tenían por ricas y desarrolladas. Dos términos que requieren de una urgente revisión.
Las abejas pueden desprenderse de estas grasas, en forma de escamas blancas de cera, nosotros no. Nos enseñaron la lección, pero en ese día no debimos prestar mucha atención.
Durante algunos años asistí a reuniones con la industria europea procesadora de miel. Los productores, en contra del parecer de la industria, exigíamos que la Comisión Europea regulara en el etiquetado de la miel, si esta se había pasteurizado o no. Sin resultado alguno. La Comisión siempre tomaba partido por los intermediarios y en contra de los productores, también en contra de los consumidores. Lo sigue haciendo. Véase el secretismo que rodea todos los contratos de las mal llamadas vacunas contra la COVID.
En el caso de la miel, la pasteurización persigue una finalidad principal: mantenerla líquida evitando su evolución natural hacia la cristalización y un estado final sólido o semisólido. El calor daña a la miel, convierte un producto vivo, rico en enzimas que nos benefician, en una sustancia dulce pero muerta biológicamente. La industria con la publicidad de la miel siempre en estado líquido ha conseguido que una población absolutamente ignorante del mundo de la miel, dé por buenas unas mieles que nada tienen que ver con la miel natural no tratada sacada de las colmenas. De esta forma se rechazará la miel fiel a su origen y se comprará un sucedáneo pobre de miel. Todo un golpe maestro que es una verdadera metáfora de cómo los intereses económicos y la publicidad engañosa a través de los medios de comunicación, traicionan a la calidad y empobrecen a los campesinos, en este caso, a los apicultores.

Las abejas de esta colmena maestra no podrían entender nuestra absurda conducta, de nosotros, los racionales, de llegarla a conocer. Nosotros, si permanecemos atentos a sus lecciones, tampoco. La vida, en todo momento, nos habla a través de hasta los seres más aparentemente insignificantes. Escuchémosla.
- “La vida de las abejas” Maurice Maeterlinck, Editorial Planeta, 2008
Carlos Feuerriegel