El pasado sábado 24 de septiembre, al amparo del Anexo 7 de la Ley sobre Terrorismo de 2000 de Reino Unido, la conocida activista nacionalsocialista Isabel Medina Peralta fue detenida en el aeropuerto de Manchester cuando se dirigía a participar como oradora invitada en un acto político organizado en el país.
Con esta ley en la mano, cualquier persona puede ser detenida sin mediar acusación, denuncia o sospecha previa. Todas sus posesiones pueden ser requisadas durante 7 días, incluidos los dispositivos electrónicos, de los cuales, el detenido está obligado a proporcionar las claves de acceso que le sean requeridas. Negarse constituye un delito, como lo es decidir guardar silencio durante el interrogatorio, no contestar a una pregunta o no colaborar de la manera esperada por los agentes, en cuyo caso, éstos tendrán el pretexto perfecto para presentar una acusación formal por un delito tipificado.
Mientras hordas de extraeuropeos siembran el terror en las calles de nuestra Europa impunemente, gracias al verdadero terrorismo, el mundialismo, estas leyes aberrantes y tiránicas se emplean para reprimir y tratar de amedrentar a los propios europeos disidentes que tienen el valor de alzar su voz contra la aniquilación de su cultura. Este es el caso de Isabel, una irreductible muchacha española que apenas supera la mayoría de edad, que siempre ha renegado del empleo de la violencia como arma política y que aboga por la defensa a ultranza de un nacionalsocialismo ortodoxo, serio, ético y legal. Al pisar suelo británico, Isabel fue amablemente detenida. Tras varias horas de interrogatorio fue puesta en libertad, sin teléfono, sin tarjetas bancarias, y en un país extranjero. Gracias al auxilio de los camaradas locales pudo alojarse en Inglaterra y pronunciar su discurso como tenía previsto.
¿Qué hay en el mensaje de esta joven que ha provocado tan continuas y, en apariencia, tan desproporcionadas reacciones por parte de los detentores de un poder que se jactan de hacer pasar por absoluto?

¿Qué puede justificar la inmensa campaña de acoso y derribo, orquestada por los principales medios de comunicación del mundo, que tan mal les ha salido a los señores del dinero?

¿Puede una idea ser más poderosa que el oro?
He aquí las palabras pronunciadas por Isabel, juzguen los lectores:
En primer lugar, quiero agradecer públicamente la invitación formulada por Peter para asistir a este acto. Es un honor para mí, pues, mi presencia junto a vosotros, una comunidad verdaderamente nacional socialista, se me presenta como un hermoso símbolo de unión entre dos pueblos históricamente enfrentados. Europa precisa de unidad. Una unidad férrea, sincera y decidida, y es precisamente el nacionalsocialismo quien tiene encomendada la histórica misión de su cumplimiento.
Antes del año 325, un puñado de hombres se arrojaban sin contemplaciones a morir, empujados por una fe ciega en una doctrina ilegal. Ellos no tenían nada, tan solo unos dogmas y una voluntad ligada tan indisolublemente a su ser que poco o nada les importaba encontrar el ocaso de sus vidas colgados de una cruz; y probablemente ante la adversidad imploraban a su dios o sonreían ante el verdugo. Pero no oso pensar, con independencia de mi opinión práctica sobre su cometido, que hallaran arrepentimiento y jurasen fidelidad a un emperador. Su dios no estaba, estaba prohibido; y ellos, sin esperanza de triunfar, morían en su nombre con desprecio y alegría.
Ahora, casi 2.000 años después del periodo apostólico, nosotros, los europeos del siglo XXI, afirmamos aún, que su lucha y el derramamiento de su sangre los elevó a la victoria. Y es esa victoria precisamente, abstraída de cuestiones teóricas, para situar nuestra vista tan solo en el imperativo de la acción, lo que nos sirve a nosotros como ejemplo.
Cuando en 1945 Adolf Hitler partió, el sonido de las bombas sobre Berlín, el fuego cruzado y el llanto de los dioses se nos puede presentar como un réquiem, pero, camaradas, no fue más que un preludio wagneriano. El imperio de los mil años no sucumbió bajo las ruinas de Berlín. Sucumbieron, sí, los mejores europeos, los hombres más brillantes y los soldados más nobles que ha logrado ver la historia. Sucumbió la hermosa estructura de las ciudades europeas, y los templos y grandes proezas arquitectónicas de nuestro genio fueron reducidas a cenizas. Pero entre las ruinas de un mundo que se desmoronaba se alzaban a cielo como antorchas prendidas los himnos inmortales y el estandarte del ideal se elevaba al estrato de los dioses, inalcanzable para un juez que dictaba sentencia en Nuremberg.
¡La bandera en alto!
Esta misión, camarada, nos ha sido encomendada a nosotros. Somos nosotros quienes debemos luchar por el Nacionalsocialismo con esa fe y ese fanatismo que emplearon, precisamente, los primeros cristianos. Nosotros somos los primeros nacionalsocialistas.
Se nos acusa de que somos pocos. La opinión pública habla de nosotros como tribus marginales alejadas del tiempo en que vivimos, incapaces de lograr cualquier victoria.
Los órganos cipayos al servicio del poder se afanan constantemente en truncar nuestro destino. Nos someten a escarnios mediáticos, nos encierran en prisión y nos niegan el derecho a ser quienes somos. “El nacionalsocialismo está muerto, está superado” nos dicen voces tibias de hombres pazguatos. Bien, yo les digo “¡pobres ingenuos!, ¡no saben lo equivocados que están!” Nosotros no tenemos medios económicos, no tenemos recursos propagandísticos de tan inmenso alcance, no tenemos un ejército, ni jueces, ni instituciones, muchas veces ni siquiera tenemos camaradas verdaderos, pero tenemos algo que ellos ni siquiera comprenden a alcanzar: Tenemos fe en nuestro ideal, una fe ciega y clara. Nosotros somos fanáticos y como fanáticos rechazaremos cualquier consecuencia con el rostro estoico y la mirada en el frente, en el triunfo. La fe es la única fuerza capaz de mover montañas, ya lo decía José Antonio Primo de Rivera, y nuestra fe supera en potencia cualquier intento de los gobiernos para desmoronarla. ¡No se pueden fusilar las ideas! Nuestras almas están ardiendo.
Es esta fe, precisamente, camaradas, la que llevó a los niños alemanes a combatir con piedras las balas que atravesaban sus tiernas cabezas, la que empujó a la unidad Carlomagno, a un puñado de británicos, noruegos, italianos, ucranianos o españoles a jurar fidelidad al Führer y entregar sus vidas en cumplimiento de este juramento; pues ninguno de ellos luchó por intereses económicos o industriales, no lucharon para pagarse con su sueldo de mercenario un coche nuevo ni una casa bonita. Lucharon por todo a cambio de nada. Esta es la realidad de sus vidas. Lucharon por la unidad inquebrantable de los pueblos europeos, por la preservación de su sangre, de la policromía de nuestros pueblos, de su capacidad para aportar grandeza al mundo con la virtuosidad de su raza. Lucharon por Hitler, lucharon por Alemania y lucharon por la grandeza de Europa. Una Europa unida, creadora y fuerte.
¡Yo creo, yo lucho! Europeo, aquí tienes tu consigna.
Hoy, transcurridos 77 años, nos encontramos en el principio. No hemos llegado al final, nuestro deber no es, ni puede ser, dedicarnos a preservar himnos y anécdotas en el papel. Nuestro deber es luchar como los primeros cristianos hicieron, con abnegación y fe, por lo que deben ser mil años de grandeza y de gloria. Nosotros lograremos con nuestro sacrificio y trabajo que nuestro imperio perdure y el esplendor florezca nuevamente sobre los campos y ciudades europeas como las flores en la primavera. Seremos imparables, nuestra revolución será una tormenta, y esa revolución la tenemos que ejecutar nosotros, los que estamos aquí y los que están en sus países, pero a nuestro lado a día de hoy. No podemos ceder ante la adversidad ni transgredir nuestro pensamiento por aquellos cuyas voces me resultan similares a las voces de mujeres necias que, movidos por el miedo, pretenden con espíritu de crítica e ínfulas de superioridad negar la esencia de nuestro partido, de nuestra cruz, para ganar un par de escaños en unas elecciones. Creo que nuestra misión es otra y nuestro sitio es otro. Hay un tercer camino, solo un tercer camino y es el nuestro, es el verdadero, es el Nacionalsocialismo. Sigamos rectos en nuestro camino con marcha impasible y firme ademán, sin importar lo estrecho que parezca. Recordemos a Leónidas dirigiendo a su puñado de hombres hacia la muerte más honrosa, la muerte por voluntad, gritando al enemigo “¡si queréis mis armas tendréis que venir a cogerlas!”.
Recordemos las cruzadas, recordemos una vez más Berlín. Recordemos que somos europeos y actuemos entonces como europeos. No giremos hacia abajo el pulgar contra lo que no nos gusta, ¡luchemos contra ello y démosle muerte!
Europa ha sido raptada, la belleza y la armonía se pudren al sol como un cadáver bajo la insolencia de sus hijos. Pero con este puñado de hombres unidos en camaradería con Alemania, Italia, Bélgica, Francia, Noruega, nuestros hermanos en América, en el este, oeste, norte o sur, cerraremos nuestras filas en el espíritu de los que nos precedieron y haremos triunfar la verdad, la única verdad, la nuestra.
Nacionalsocialistas del mundo, ¡uníos!
Mil años nos aguardan hoy.