Aquel mismo año, el invierno de 1906, tuvo lugar otra experiencia que sí dejó su marca en la historia mundial. Hitler y Kubizek vieron el Rienzi de Richard Wagner. No sabemos cuál de las versiones de esa Opera llegó a ver Hitler. Kubizek recuerda que era tarde en la noche cuando de regreso hacia sus casas Hitler se puso a hablar entusiasmado de la obra que acababan de ver, así que muy probablemente vieran la versión larga, la que pasa de las cinco horas. Algunos historiadores han discutido las afirmaciones de Kubizek sobre lo que pasó aquella noche, pero su narración se ve confirmada sin embargo por el mismo Hitler que no una sino varias veces insistió en que se había inspirado en aquella obra. Así se lo contó a Winifred Wagner y por ello la familia Wagner le regaló años más tarde, en su cincuenta cumpleaños, el manuscrito original de la misma, que Hitler conservó hasta sus últimos momentos en Berlin y se halla actualmente perdido.
Supongo que es para castigar a una obra que Hitler amó, el motivo por el que en su reposición fue tan maltratada por el director Phillipp Stölz, el 2010, de la Staatsopera de Berlín, que quiso estrenarla, pero no pudo, un 20 de abril, y la situó en los años treinta, re-imaginando a Rienzi como un ridículo dictador del Siglo XX, vestido con un uniforme vagamente fascista, que alcanza el poder apelando demagógicamente al pueblo, para acabar muriendo escondido en un bunker. Stölz no parece un director particularmente sutil. Su tratamiento de la obra convirtiendo un héroe trágico en un bufón tiene poco que ver con lo creado por Wagner. El cártel anunciador de la Opera nos muestra a un Rienzi gordo, ridículo, vestido con un abrigo de cuero oscuro, rodeado de varias figuras enmascaradas, algunas de las cuales llevan un casco alemán marcado con una letra R, vagamente rúnica, como los soldados del Freikorps Rorsbach en 1919.

Rienzi no es necesariamente un Wagner para wagnerianos. Es la tercera de sus óperas. Fue escrita después de Die Feen, Las hadas, y Das Liebesverbot, La prohibición de amar, pero antes de encontrar una voz propia. Es su obra más larga, cinco actos que en su versión original podían pasar de las cinco horas, y es una Opera en la tradición de la Grand Opera histórica parisina, escrita incluso en algunos momentos a la manera de Meyerbeer. Fue gracias a la ayuda de Meyerbeer, con quien después se pelearía, que Wagner pudo estrenar Rienzi en la Ópera de Dresde en 1842. El éxito de esta obra le brindó después su nombramiento como Kapellmeister en Dresde.

Demasiado larga para el gusto actual, incluye grandes coros, desfiles y un ballet que por sí mismo dura media hora, aunque lo último que escribió el compositor fue la obertura, la parte más conocida e interpretada de la ópera, en la que se revelan ya las características que marcarían el resto de sus creaciones. Tras la premiere, Wagner comenzó a corregir y a recortar la obra para facilitar su estreno en otros teatros. Rienzi fue el primer éxito de Wagner pero este, con el tiempo, se fue distanciando de ella hasta el punto de no incluirla en el Festival de Bayreuth. Años después sería su viuda, Cosima, quien revisaría la partitura con la intención de hacerla más cercana al universo wagneriano.
Es pues una obra de juventud. Wagner la comenzó a los 24 años, siendo director musical de un teatro de Riga, y sólo fue estrenada mucho después cuando el compositor ya había concluido Der Fliegende Höllander/El holandés errante, y comenzaba a plantearse Tannhäuser. Es también atípica en su inspiración. La Opera está basada en la novela del escritor inglés Bulwer-Lytton, que a su vez toma un hecho real como base, la historia de Rienzo Cola, Tribuno Popular que intentó restaurar la república romana en 1374. Vitoreado primero por el pueblo, Rienzo terminó siendo odiado y asesinado por la masa.
Kubizek en su libro cuenta con entusiasmo de músico la Opera en sólo dos o tres páginas, entresacando los parlamentos, pero eso no es lo que nos importa aquí. Kubizek recuerda como Hitler se vio entusiasmado por el carácter rebelde de Rienzi, por su forma de entrar en política para vengar la muerte de su hermano. Rienzi es un hombre del pueblo, que intenta liberarlo de la opresión de una aristocracia parasitaria. Los privilegiados tratan de matarlo pero son vencidos y, sólo tras violar su juramento, exterminados. Rienzi rechaza la corona que le ofrece el pueblo pero acepta el cargo de Tribuno— el mismo título que emplearían Rudolf Hess en correspondencia familiar para referirse a Hitler.
Al final de la Opera, sin embargo, las masas se dejan engañar y traicionan a su libertador lapidándolo. El pueblo se muestra incapaz de aceptar una libertad que realmente sólo merece el personaje central.

Kubizek nos cuenta entonces como sucedió uno de los momentos más importantes, y durante largo tiempo ignorado, de la historia del mundo: allí en medio de la noche, entre las calles vacías de una pequeña ciudad centroeuropea y durante el paseo que los llevó hasta un monte cercano a la misma, el Freinberg. Aquella noche Hitler descubrió la política en una obra de arte y la fortuna quiso dejarnos un testigo que presenciase aquello y se lo contase para el resto de la humanidad:
Conmovidos presenciamos la caída de Rienzi. En silencio abandonamos los dos el teatro. Era ya medianoche pero mi amigo caminaba por las calles, serio y encerrado en sí mismo, las manos profundamente hundidas en los bolsillos del abrigo, hacia las afueras de la ciudad. Aun cuando, por lo general, después de una emoción artística como la que acababa de agitarle, solía empezar a hablar inmediatamente y juzgar agudamente la representación para liberarse a sí mismo de las opresoras impresiones, después de ésta de Rienzi guardó silencio durante largo tiempo. Esto me asombró. Le pregunté su parecer sobre la obra. Adolfo me miró extrañado, casi con hostilidad.
—¡Calla!— me gritó hoscamente.
Era una sombría y desapacible noche de noviembre. La húmeda y helada niebla se extendía densa sobre las estrechas y desiertas callejuelas. Nuestros pasos resonaban extrañamente sobre el adoquinado. Adolf tomó un camino que pasaba por delante de las pequeñas casitas de los arrabales de la ciudad, aplastadas casi sobre el terreno, y que lleva hasta las alturas del Freinberg. Ensimismado, mi amigo caminaba delante mí. Todo esto me parecía casi inquietante. Adolf estaba más pálido que de costumbre. El cuello del abrigo levantado reforzaba aún más esta impresión. El camino seguía por entre diminutos y míseros jardines y pequeños prados. La niebla quedaba atrás. Como una masa pesada y hosca gravitaba sobre la ciudad y substraía las casas de los hombres a nuestras miradas.
—¿Adónde quieres ir?— quise preguntar a mí amigo. Pero su delgado y pálido rostro parecía tan distante, que contuve la pregunta. No había ya nadie a nuestro alrededor. La ciudad estaba sumida en la niebla. Como impulsado por un poder invisible, Adolf ascendió hasta la cumbre del Freinberg y ahora pude ver que no estábamos en la ciudad, pues sobre nuestras cabezas brillaban las estrellas. Adolf estaba frente a mí. Tomó mis dos manos y las sostuvo firmemente. Era éste un gesto que no había conocido basta entonces en él. En la presión de sus manos pude darme cuenta de lo profundo de su emoción. Sus ojos resplandecían de excitación Las palabras no salían con la fluidez acostumbrada de su boca, sino que sonaban rudas y roncas. En su voz pude percibir cuán profundamente le había afectado esta vivencia. Lentamente fue expresando lo que le oprimía. Las palabras fluyen más fácilmente. Nunca hasta entonces, ni tampoco después, oí hablar a Adolfo Hitler como en esta hora, en la que estábamos tan solos bajo las estrellas, como si fuéramos las únicas criaturas de este mundo. Me es imposible reproducir exactamente las palabras que me dijo mi amigo en esta hora.
En estos momentos me llamó la atención algo extraordinario que no había observado jamás en él, cuando me hablaba lleno de excitación: parecía como si fuera otro Yo el que hablara por su boca, que le conmoviera a él mismo tanto como a mí. Pero no era, como suele decirse, un orador arrastrado por sus propias palabras. ¡Por el contrario! Y tenía más bien la sensación como si él mismo viviera con asombro con emoción incluso, lo que con fuerza elemental surgía su interior. No me atrevo a ofrecer ningún juicio sobre esta obsesión pero era como un estado de éxtasis, un estado de total arrobamiento en el que lo que había vivido en Rienzi, sin citar directamente este ejemplo y modelo, lo situaba en una genial escena, más adecuada a él, aun cuando en modo alguno como una simple copia del Ríenzi. Lo más probable es que la impresión recibida de esta obra no fuera más que el impulso externo que le hubiera obligado a hablar. Como el agua embalsada que rompe los diques que la contienen salían ahora las palabras de su interior. En imágenes geniales, arrebatadoras, desarrolló ante mí su futuro y el de su pueblo.
Hasta entonces había estado yo convencido de que mi amigo quería llegar a ser artista, pintor, para más exactitud, o tal vez también maestro de obras o arquitecto. Pero en esta hora no se habló ya más de ello. Se trataba de algo mucho más elevado para él, pero que yo no podía acabar de comprender. Por ello fue mucho mayor mi asombro, porque pensaba que la carrera del artista era para él la meta más alta y anhelada. Ahora, sin embargo, hablaba de una misión, que recibiría un día del pueblo, para liberarlo de su servidumbre y llevarlo hasta las alturas de la libertad.
Un joven completamente desconocido todavía para los hombres habló para mí en aquella hora extraordinaria. Habló de una especial misión que algún día le sería confiada. Yo, el único que le escuchaba en esta hora, no entendía apenas lo que quería decir con todo ello. Habrían de pasar muchos años antes de comprender lo que esta hora vivida bajo las estrellas y alejado de todo lo terreno había significado para mi amigo.
El silencio siguió a sus palabras.
Descendimos de nuevo hacia la ciudad. De las torres llegó hasta nosotros la hora tercera de la mañana.
Nos separamos delante de nuestra casa. Adolfo me estrechó la mano en señal de despedida. Vi, asombrado, que no se dirigía en dirección a la ciudad, camino de su casa, sino de nuevo hacia la montaña.
-¿Adónde quieres ir? — le pregunté, asombrado.
Brevemente replicó:
-¿Quiero estar solo!

Años más tarde Kubizek y Hitler se separarían para no volverse a encontrar sino en la década del treinta. Durante el tiempo que aún habían pasado juntos. Hitler nunca le había vuelto a mencionar a su amigo aquella visión. Era sólo suya y aún no era el momento de compartirla con gente que no pudiera comprenderla. En la Alemania o la Austria de principios del Siglo XX, ¿quién hubiera podido tomarse en serio las pretensiones del hijo de un pequeño funcionario de provincias? En 1939 Kubizek y Hitler se reencontraron en Bayreuth. El mundo entero ya se tomaba en serio las palabras del hijo de un pequeño funcionario de provincias. Qué lejos estaban aquellos tiempos en que los dos amigos veían, o mejor dicho oían, la Opera desde el gallinero y tenían que saltarse la cena para poder llegar a tiempo de conseguir buenas plazas en el mismo. Hitler era Canciller del Reich y Kubizek recuerda con felicidad aquel reencuentro:
Cuando en el año 1939, poco antes de que estallara la guerra, visité por vez primera Bayreuth como invitado del canciller del Reich, creí dar una alegría a mi amigo, si le recordaba lo sucedido en aquella hora en el silencio de la noche en lo alto del Freinberg. Así, pues, referí a Adolfo Hitler lo que de ello había quedado grabado en mi recuerdo, porque suponía que la ingente plenitud de impresiones y recuerdos que en el curso de estos decenios se habrían concentrado sobre él habrían desplazado por entero aquélla del muchacho de diecisiete años. Pero ya a las primeras palabras pude comprender que se acordaba todavía exactamente de aquella hora, y que sus detalles se habían conservado fielmente en su recuerdo. No cabía la menor duda de que le causó una especial alegría ver confirmados sus propios recuerdos por mi relato. Yo estaba también presente, cuando Adolfo Hitler refirió a la señora [Winifred] Wagner, en cuya casa habíamos sido invitados, la escena que había tenido lugar después de la representación del Rienzi en Linz. Así, pues, yo vi confirmados mis propios recuerdos de manera inequívoca. De manera inolvidable han quedado también grabadas en mí las palabras con que Hitler concluyó su relato a la señora Wagner. Dijo, gravemente:
—En aquel momento empezó todo.