Lenta, pero inexorablemente se tambalea la leyenda de la “inocencia democrática” de los verdaderos belicistas de la IIª Guerra Mundial y de la maldad intrínseca de los que resultaron derrotados en ella. Un libro de reciente publicación revela que el presidente estadounidense John F. Kennedy fue al menos durante una etapa de su vida rendido admirador de Adolf Hitler y de la Alemania nazi. El lanzamiento editorial de “John F. Kennedy. Among the Germans. Travel diaries and letters 1937-1945” de Oliver Lubrich (“John F. Kennedy. Entre alemanes. Diarios de viaje y cartas 1937-1945)” se produjo en un momento especialmente sensible, un mes antes de la visita de Barack Obama a Berlín y en vísperas del 50º aniversario de la célebre intervención “Ich bin ein Berliner” (Soy un berlinés), con la que el dirigente, asesinado en Dallas en 1963, quiso hacer visible en la capital germana la solidaridad de EEUU con la Europa desolada durante los años de plomo de la Guerra Fría.
Los mencionados relatos de viajes y cartas que relatan las andanzas en motocicleta del joven John por Alemania antes de la II Guerra Mundial, cuando él era todavía estudiante y Adolf Hitler presidía el III Reich, son ahora “desclasificados”’ para mostrar a un joven partidario del régimen NS.
«¿Fascismo? Lo correcto para Alemania», escribió entonces quién posteriormente ocuparía la Casa Blanca y forjaría el mito de Camelot. «¿Qué son los males del fascismo frente a los del comunismo (por no decir los de la “democracia”)?», se preguntaba Kennedy»- también en aquella época, según ha divulgado el diario británico The Daily Mail. Una defensa del Führer que el editor del libro califica de «inquietante fascinación».
Sorprendente es, igualmente, comprobar que el 21 de agosto de 1937, dos años antes del estallido de la contienda, cuyo desencadenamiento se atribuye “oficialmente» al III Reich, el estadista demócrata escribió: «Los alemanes son realmente demasiado buenos […] Se han aliado entre ellos para protegerse a sí mismos», lo que recuerda el testimonio de Julio César cuando llamó a aquellas gentes «germani» o “germanos” pues actuaban entre ellos como verdaderos hermanos…

Y tras un viaje por la región del Rhin Kennedy escribía con admiración: «Ciertamente, las razas nórdicas parecen ser superiores». Un pensamiento que, por otro lado, todos hemos oído alguna vez de los labios más diversos- y que parece remitir directamente a la idea de identidad racial proclamada por el III Reich.
Visto en retrospectiva, el impacto del posicionamiento de Kennedy es mayúsculo para quienes desconocen la trastienda de la historia, más aún si se tiene en cuenta que años después él mismo se vio combatiendo en el frente contra los nazis, ¡qué remedio le quedaba! al tiempo que su hermano mayor, el teniente piloto de la Marina Patrick Joseph ‘Joe’ Kennedy Jr., resultaba muerto en el curso de una operación de bombardeo.
Otras reflexiones de Kennedy se refieren a los logros sociales o a las infraestructuras del régimen NS, como cuando asegura que las “autobahns” alemanas eran ‘las mejores carreteras del mundo». A ello hay que añadir una visita a la Wolfsschanze o Guarida del Lobo, la residencia veraniega de Hitler en Berchtesgaden (Baviera), construida en la cima de la montaña Kehlstein, frente al imponente Watzmann, dejando constancia de sus impresiones por escrito.
«Quien ha visitado estos dos lugares –dirá– puede imaginarse fácilmente cómo Hitler emergerá dentro de unos años del odio que actualmente le anega como una de las personalidades más importantes que han existido nunca (…) estaba hecho de la pasta de la que están hechas las leyendas”.
En los diarios de los tres viajes que Kennedy hizo por la Alemania prebélica también reconoció: «Hitler parece ser tan popular aquí como Mussolini en Italia (sic), a pesar de que la propaganda es probablemente su enemigo más poderoso».

Pero la germanofilia de John no resultaría tan chocante para Oliver Lubrich, el autor del libro, si conociera bien los antecedentes germanófilos familiares de John, siendo su principal referente su propio padre Joseph Patrick Kennedy.
Para Joseph Kennedy la gran misión en la que basaba todas sus esperanzas políticas era impedir a toda costa la guerra mundial con Alemania o, al menos, que los Estados Unidos se mantuviesen al margen de esta. Al fin y al cabo, él mismo aspiraba a presidir su país y no consideraba factible bajo ningún concepto destruir el Tercer Reich. En sus primeros meses en el cargo tuvo la gran fortuna de que Neville Chamberlain –con quien sintonizaba plenamente por su postura de apaciguamiento de Hitler– protagonizaba entonces la vida política en el Reino Unido.
Pero el principal “error” de Joe Kennedy fue que su fascinación por el nazismo y por sus políticas era tan profunda y manifiesta que acabó por alertar a las poderosas élites mundialistas.

Ya en la misma primavera de 1938 se conoció el informe que acerca de una entrevista con Joe Kennedy envió a Berlín el embajador alemán en el Reino Unido, Herbert von Dirksen:
“Kennedy desea mejorar las relaciones entre Alemania y Estados Unidos (…) piensa que es económicamente beneficioso el régimen de Hitler para el pueblo alemán (…) opina que Alemania debe tener mano libre en el Este de Europa y que la prensa norteamericana y el mismo presidente están muy influidos por los sionistas*».
Además, Joe Kennedy, católico sin complejos, aborrecía profundamente al satanista Churchill al que consideraba un «borracho y fanfarrón imperialista», una postura, por otra parte, muy propia de un irlandés resentido con el Reino Unido como él.
Joe Kennedy recibió en Inglaterra la visita del heroico aviador norteamericano Charles Lindbergh, otro simpatizante célebre del Tercer Reich. El aviador acababa de conocer Alemania en primera persona, así como a su ejército, y le aseguró al embajador Kennedy que la Luftwaffe no tenía rival posible en Europa, opinión que este transmitió rápidamente a Washington como refuerzo de su postura aislacionista: «Alemania tiene una aviación con la que puede bombardear cualquier ciudad europea sin que sea prácticamente posible presentar resistencia».
Roosevelt estaba cada vez más contrariado por la postura antibelicista de su embajador. Pero a pesar de la llamada de atención presidencial, Kennedy no modificó su postura pública, derivada de sus profundas convicciones. Por ejemplo, pocos días después, tras la denominada Noche de los Cristales Rotos, Joe Kennedy, denunció valientemente “la conspiración sionista* mundial y sus vínculos con el comunismo”. También había expresado públicamente que la política anticatólica de Roosevelt con respecto a la Guerra Civil Española era «una imposición sionista*».

Joe Kennedy terminaría abandonando Londres motu proprio en octubre de 1940, un mes antes de las elecciones en USA obligando a Roosevelt a mantenerle controlado, y a prometer –mintiendo flagrantemente– que no entraría en una guerra europea.
Fue entonces a su llegada a los Estados Unidos y exasperado por tanta falsedad, cuando Joe Kennedy pronunció quizás la más valiente y comprometida frase de su vida política: “La democracia ha fenecido en Inglaterra y también aquí». Roosevelt explotaba de ira.
Comenzada la contienda e incumplida por Roosevelt la promesa de no entrar en la misma fue Kennedy por el contrario el estigmatizado por la prensa –espoleada por el «gang» belicista– al oponerse firmemente a dicha entrada en combate contra Alemania, lo que le acarreó la incomprensión del manipulado pueblo americano hasta entonces aislacionista y un importante daño en su carrera política. También trató de organizar una reunión de paz con Hitler –como por el bando alemán también intentó Rudolf Hess– pero fracasó estrepitosamente al no contar con la aprobación del Departamento de Estado.

A partir de entonces las esperanzas de Joe Kennedy estaban depositadas en una victoria nazi que cambiase radicalmente la postura del gobierno de Washington. Para ello formó pareja con Charles Lindbergh, siendo ambos las cabezas pronazis más visibles del movimiento aislacionista. Sus esperanzas de mantener a Estados Unidos al margen de una guerra con Hitler terminarían en Pearl Harbor, pretexto perfecto urdido por Roosevelt para forzar la entrada de su país en una “guerra global”, y no europea, con la que Roosevelt soñaba desde 1.933.